jueves, 10 de noviembre de 2016

PRÓCERES ANÓNIMOS

En 2001, el periódico La Ribera me solicitó un artículo para su edición conmemorativa del 215º aniversario de la fundación de Río Cuarto. Ahora, al celebrarse el 230º aniversario de la fundación de Río Cuarto publico nuevamente aquel escrito, pues conviene recordar que las ciudades nos las crean y desarrollan sólo los consagrados al mármol, sino también aquellos ciudadanos anónimos que con su esfuerzo y civilidad son capaces de levantar sus casas, trazar las calles y hacer de la solidaridad un culto a la buena vecindad, fundamentos sobre los que se asientan las grandes urbes.

Nota publicada en el periódico "La Ribera" en noviembre de 2001


DESDE EL FONDO DEL ALBERDI
Por Antonio Tello

Río Cuarto. Siempre me he preguntado cómo es que esta ciudad mantiene este nombre de naturaleza ordinal. Siempre me he preguntado cómo ha superado esta denominación que tiene más de inventario geográfico que de topónimo.
Siempre me he dicho que Río Cuarto debería haber recuperado el nombre original del territorio y llamarse Urumpta. Pronunciamos Urumpta y es como un latido del interior de la tierra. Sí, Urumpta. Tal vez por esto, porque suena a antiguo retumbo, es que la ciudad late en mi memoria. Aún con el nombre de Río Cuarto. Aún en medio de la pampa, donde según Borges un punto es igual a otro, reconozco en Río Cuarto ese punto nuclear; ese lugar equidistante entre el trópico y el polo, entre la cordillera y el mar. El corazón.
A Río Cuarto llegué con mi familia hacia 1956 o 57. Habíamos salido de mi Villa Dolores natal y pasado por Piedra Blanca-Merlo y el Cerro Áspero, una mina de tungsteno próxima a Santa Rosa de Calamuchita. Aquí, gracias a mi padre, viví uno de esos momentos en los que un niño puede sentirse el señor del Universo.
Mi padre, que era el encargado de la usina del campamento, solía llevarme con él de vez cuando, para que lo viera arrancar los «caterpillar» y poner en funcionamiento las dinamos que generaban la electricidad. Yo contemplaba siempre asombrado cómo aquellos inmensos motores se ponían en funcionamiento y después cómo él se acercaba a un largo tablero lleno de relojes y palanquitas, bajaba una de éstas y la luz se hacía. En una ocasión comprobé que, cuando él bajaba «la palanquita de la luz», detrás del tablero se producía una sucesión de relámpagos y una breve centella se hundía en la tierra. Fue algo asombroso, pero todavía faltaba algo mayor. Un atardecer, después de encender los motores, mi padre se acercó al tablero y, volviéndose hacia mí, me dijo: «venga hijo ¿quiere hacerlo?». El corazón me dio un golpe. Mientras, él acercó un banquito al tablero y me hizo subir para que alcanzara la palanca. «Bájela, no tenga miedo». Lo tenía, pero la bajé y entonces vi como un milagro encenderse las luces del campamento. Todos tenemos en la vida un instante crucial que nos marca y nos perfila para siempre y creo que el mío fue aquel en que encendí la luz del campamento del Cerro Áspero. Poco tiempo después, las luces empezaron a apagarse y, antes de que lo hiciera la última, mis padres me enviaron a mí y a Luis, mi hermano, a Río Cuarto, a casa de unos amigos. Los Becerra.
Los Becerra vivían en el Alberdi, en la calle Liniers. Don Andrés y doña María tenían un hijo llamado Atilio, a quien mandaban a estudiar acordeón con Eugenio Robinet y que después acompañó a «Pepito Pomponio Tondo y su gran orquesta» a darle alegría al cuerpo por los pueblos del entorno. De doña María recuerdo sus guisos de hígado con harina y de don Andrés su asombrosa facultad para calcular mentalmente cualquier operación aritmética no sabiendo leer ni escribir. Ya por entonces me preguntaba cómo hacía ese hombre para imaginar los números y conocer las secretas reglas del cálculo. Claro que ahora también me pregunto cómo pensaban los seres humanos antes del número cero, que los mayas recién inventaron en el siglo IV y los hindúes doscientos años más tarde. También me pregunto cómo los hititas podían pensar en el mañana si su idioma carecía de tiempo futuro. En fin, que fui a parar a la escuela Nicolás Avellaneda para acabar el primario y viví con los Becerra hasta que llegaron mis padres con el resto de los hermanos.
Mi padre compró entonces un terreno al fondo del Alberdi, casi donde acababa la Vicente López, en ese sector donde la ciudad se confundía con los médanos y, no sin esfuerzo, levantamos la primera casa que tuvimos, en el pasaje Sánchez de Loria. Era pequeña, humilde y con un hermoso aromo en el patio, que mi madre, doña Pabla, no tardó en llenar de plantas y flores, como haría con los patios de sus posteriores casas. Por supuesto, las calles del fondo del Alberdi no estaban asfaltadas, no había luz, teléfono, ni agua corriente. Aquí Río Cuarto estaba sin hacer. Mi padre era uno de esos tipos que creían en el futuro y esa palabra estaba asociada a otra fundamental: progreso. Lo digo, porque a las ciudades no las hacen sólo patricios y próceres que figuran en los anales, sino también muchos individuos como él, sin aspiraciones al bronce, que nutren el paisaje humano con ilusiones y un empeño a prueba de sudores. Lo primero que hizo mi padre, don Humberto, fue una prospección para el agua y localizar las mejores napas freáticas para colocar una bomba, de la que después empezaron a sacar agua potable algunos vecinos próximos. Después se impuso la luz y, como la gente no quería pagar el tendido eléctrico, él mismo lo sufragó con sus escasos ingresos y tuvimos luz. El siguiente paso fue el teléfono, cuyo número me parece que es el mismo que mantiene todavía mi madre. También en Villa Dolores había sido uno de los primeros en tener teléfono y hasta recuerdo que, en nuestra céntrica casa de la calle Hormaeche 58, teníamos el número 49.
En aquel territorio fronterizo, a dos o tres calles de donde nos habíamos instalado, había una casa prohibida y como tal me atraía poderosamente. Hacia ella veía pasar cada tarde coquetas mujeres de cruda belleza. ¡Qué hermosas eran las putas de la Gorda Fiorda! Al pasar nos miraban con condescendiente picardía y nos saludaban con un guiño de rimmel y colorete, para bronca de mi madre. Con mi hermano Luis y otros chicos del barrio nos íbamos de vez en cuando a espiar la casa, asomándonos por encima de la tapia, como si lo hiciéramos a un jardín de «Las mil y una noches» o del «Decamerón», donde las mujeres reían, cantaban o tomaban mate mientras esperaban a visitantes que nosotros nunca veíamos. Después me iba a jugar a la pelota a un campito o a la cancha del club Alberdi, que estaba a dos trancos, o al patio de la Iglesia, después de la doctrina; a estudiar para gustar a la señorita Devalle, o a charlar con Carlitos Robledo, que me pasaba revistas de mitología griega, y que tenía una hermana muy bonita. Fue por entonces, cuando las hormonas habían empezado a revolucionarse, que conocí a la hija de un camionero vecino, María B., de la que aún recuerdo el aroma lácteo de su piel. Con esa disposición de ánimo y sintiéndome «hombre», un día decidí explorar el centro y cruzar la pasarela, avanzar por el Bulevar Roca y, tras hacer un alto en el puloil del cine Roca, casi como una osadía, llegar al cine Avenida, en las cinco esquinas, para ver «Robinson Crusoe». Y así fue cómo, al igual que Viernes, salí del fondo del Alberdi para conocer la ciudad que llaman Río Cuarto, pero cuyo verdadero nombre suena a Urumpta.

jueves, 3 de noviembre de 2016

EL CONTRATO POÉTICO


Entre el pueblo y el poeta existe un pacto natural tácito. A tenor de las cualidades que la tradición atribuye al poeta, el pueblo le cede parte de su soberanía sobre la imaginación para que viaje a esos territorios del alma, por diversas razones, inaccesibles para él, pero que debe conocer. A cambio por el cumplimiento de esta misión, el poeta recibe veneración, sustento y protección porque el pueblo entiende que este es su trabajo en la comunidad.
Durante muchos siglos este pacto se cumplió más o menos sin sobresaltos. Sin embargo, cuando el pueblo se desinteresó por el conocimiento de la condición humana, los poetas se refugiaron en sectas, olvidaron su cometido y practicaron la poesía como un pasatiempo. El oficio y la poesía se corrompieron.
La razón práctica se impuso sobre la imaginación y, olvidado el cometido original del poeta y de la poesía, surgió una floreciente industria poética. Gracias a una llamativa inflación de poetas titulados, las agencias de turismo diseñaron y programaron viajes líricos al corazón, que incluían paradas fotográficas en lugares exóticos, playas, montañas, monumentos a caídos por la patria e incluso en barrios sórdidos u oficinas de desempleados, y tiendas on line iniciaron la venta de poemas a la carta y de tonos y semi tonos líricos para teléfonos, y hasta se han abierto tiendas de poemas con servicio a domicilio [deliveris], para el consumo en fiestas, orgías, primeras citas o cenas en casa, etc.
El éxito ha sido tal que la producción tradicional de poemas -románticos, eróticos, épicos, etc.- ha dado lugar a géneros nuevos -ecológicos, de género, climáticos, animalísticos, antisuicidas, antinarcóticos, etc.- que atienden a las circunstancias del consumidor, lo cual ha animado a los empresarios a ganar parcelas de mercado en detrimento de otros productos, como pizzas, lomitos o hamburguesas.
Los poetas que aún conservan el mandato popular, sienten como un peso insoportable la soberanía de la imaginación, pues no les sirve para escapar del silencio en el que cayeron al final de sus numerosos viajes. Ya no sólo ven inútiles  sus atributos, sino que además, aquellos que aún leen poesía y desean conocer las visiones que están más allá, les es negada la retribución que les corresponde. El pacto natural y tácito entre el pueblo y el poeta se ha roto.

Del Cuaderno de notas de Manuel T.