El año acaba con una guerra. Una y la misma guerra. Empezó hace mucho tiempo. Es la guerra de la sagrada estupidez; de la intolerancia y la incomprensión, pues ambos pueblos parecen ignorar que no hay supervivencia sin generosidad. No hay supervivencia sin aceptación del otro.
«¿Por qué se continúa fomentando el odio en la franja de Gaza? Nunca podrá haber una solución militar, porque dos pueblos luchan por una sola tierra. Por fuerte que sea Israel –dice Daniel Barenboim– siempre sufrirá inseguridad y miedo. El conflicto se devora a sí mismo y al alma judía, y siempre se le ha permitido que lo haga. Quisimos hacernos con tierras que nunca pertenecieron a los judíos y construir asentamientos en ellas. En este hecho, los palestinos ven, y con razón, una provocación imperialista. Su resistencia, su ‘no’, es absolutamente comprensible, pero no los medios que utilizan para llevarla a cabo, ni tampoco la violencia o la inhumanidad indiscriminada».
Pensaba en estos dos pueblos hasta ahora irreconciliables cuando hace un tiempo escribí los siguientes versos que son una «Advertencia»: ¡Ay del pastor que alza su cayado y atribula al cordero inerme! / ¡Ay del pastor que fundamenta al rebaño armado! // ¡Ay de la paloma que zurea en la sílaba del olivo!. El fragmento del poema que sigue nace del mismo dolor que provoca la estupidez humana.