Cuando siente la punta de la lanza [del Caballero de la Blanca Luna] en el cuello, don Quijote parece comprender que, en un mundo donde la razón empieza su gobierno y se impone con la realidad de los hechos concretos, es el momento crucial en que su actitud debe servir para hacer visible tanto el anacronismo de todo encantamiento de la realidad como la vigencia de la integridad ética y el derecho humano al sueño y a la esperanza en el mundo de la razón. Con este gesto de alta dignidad don Quijote pone las cosas en su sitio antes de regresar al lugar que a él le corresponde.
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- Yo sé quien soy –respondió don Quijote-. y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama (I, 5).
Dice en el temprano capítulo 5 de la primera parte. Pero, aun así, aun sabiendo quien es, don Quijote convierte su regreso en una afirmación de su identidad y la de Sancho como vía necesaria para liberar definitivamente al viejo hidalgo de su encantamiento y, como representante de un pasado ya caduco, dejarlo morir en paz.
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A partir de ese momento, don Quijote empieza a deslocarse y, como en una película de Chaplin, a alejarse, a diluirse «como humo en el viento», para vivir eternamente en el imaginario como paladín de la justicia mientras deja el trance de la muerte al hombre de carne, a don Alonso Quijano.
A partir de ese momento, don Quijote empieza a deslocarse y, como en una película de Chaplin, a alejarse, a diluirse «como humo en el viento», para vivir eternamente en el imaginario como paladín de la justicia mientras deja el trance de la muerte al hombre de carne, a don Alonso Quijano.
[Fragmento del Cuaderno de notas de Manuel T.]